06.12.09 - 10:14 -
DANIEL LEGUINA MURCIA/ La Verdad
Cuando se abren las puertas del Centro Educativo Juvenil Las Moreras la sensación es la de estar entrando en un colegio normal y corriente, de esos que acoge a los chavales de nueve a cinco, y la idea preconcebida del reformatorio con altos y lúgubres muros y funcionarios con mala leche se desvanece en cuestión de segundos. El centro, divido en tres módulos -abierto (sólo acuden al correccional para dormir), semiabierto (algunas actividades fuera) y cerrado-, cuenta con una arquitectura moderna, donde prima el espacio, con superficies abiertas para la práctica deportiva y aulas habilitadas para talleres. En su interior, 46 jóvenes, de 16 a 18 años, cumplen condena, algunos por delitos graves o muy graves, como robo con violencia, tráfico de estupefacientes o agresiones a sus familiares.
«Me quedan cuatro semanas para salir», dice casi a gritos un menor cuando el director, Jesús Teruel, entra en la clase de Geografía. Jesús sonríe y contesta: «Eso se pasa volando». Ambos se abrazan. El ambiente en el aula es distendido, cercano: todos participan entre risas y buen rollo mientras el educador Rubén Delgado, pizarra eléctrica en mano, enseña las comunidades autónomas a los chavales: al tocar con un cable sobre la lista y situar el otro extremo del filamento sobre el lugar correcto del mapa de España, una luz se enciende. «¡He acertado! Ya me las sé casi todas», celebra un joven.
«Nuestro objetivo primordial es que los chicos se integren en la sociedad», dice Jesús; el resto de educadores asiente. Trabajan con menores procedentes de familias desestructuradas, con problemas económicos -«no todas», matiza uno de los instructores- y con graves carencias afectivas. La disciplina, algo de lo que la mayoría de internos carece, es lo primero que deben aprender si pretenden que su estancia en Las Moreras sea tranquila y fructífera.
Los menores participan en talleres de jardinería, vídeo, albañilería o mecánica, y cumplen un estricto horario, de 8.15 a 22.00 horas, con todo el tiempo ocupado de una u otra manera. Nada se deja al azar. «Se puede decir que el centro es como un campamento de verano, pero con una estructura más férrea que les ayuda a marcarse unos objetivos, tanto a nivel social como educativo; se trata de ganar o perder, y ellos son los que deben aprender a distinguir estos dos conceptos. ¿Cómo se gana?, haciendo las cosas bien y trabajando en los talleres: es importante que conozcan la responsabilidad que implica trabajar», afirma Jesús. «Les enseñamos a vivir porque no saben nada de la vida», comenta un profesor.
Son jóvenes que han crecido rodeados de droga, de agresividad, en pandillas. Todo el día en la calle: vidas vacías y sin objetivos, carne de cañón. Al tratarse de menores, siempre se realiza un informe psicosocial y educativo que el juez tiene muy presente. «Antes de la crisis les ponía trabajos comunitarios; ahora, como no hay trabajo, les mando a cursos. Todo va en función de lo que sepan hacer y del delito que hayan cometido. Los cursos son para ellos una tabla de salvación. El 80% se reintegra en la sociedad», afirma el magistrado Rafael Romero.
Quince de cada cien menores llegados a Las Moreras en los últimos dos años han sido condenados por agredir a sus padres, hermanos, abuelos o pareja. Según Romero, «la violencia doméstica ha ido en aumento en los últimos dos años y, en menor medida, la de género».
Integración. Ésta es la palabra mágica que los educadores y el director subrayan sin cesar; es casi una obsesión, su meta para con los chavales que luchan por tener un futuro con posiblidades de hacerse un hueco en la sociedad. «El 20% de los que pasan por aquí reincide, y estamos empeñados en que el porcentaje descienda a medio plazo», comenta Jesús. Cuando un menor llega a Las Moreras es sometido a una etapa de observación por parte de la plantilla del centro, que evalúa la situación personal del joven y, con los datos en la mano, trata de encauzar el problema. También intentan establecer una vía de comunicación con la familia del chaval y trabajan con ellos para que las directrices que previamente ha dictado el juez se cumplan al pie de la letra.
El centro educativo cuenta con un programa genérico para todos los jóvenes, que incluye una hora obligatoria de deporte -fútbol, baloncesto o gimnasio- al día; a partir de aquí, cada caso es un mundo y los instructores planfican la estancia del joven de manera personalizada y enfocan sus tareas con la meta de que su integración social sea un éxito. «He tenido procesos con menores analfabetos: en estos casos ordeno que la tarea asignada vaya enfocada a que aprendan a leer y escribir. Ahora que hay tantos casos por conducir sin licencia, intento que los menores infractores acudan a cursos de seguridad vial», cuenta el juez Romero.
El comportamiento de cada uno de los muchachos es seguido muy de cerca por el juez, que, al fin y al cabo, tiene la última palabra a la hora de conceder beneficios. El magistrado aprieta el nudo o suelta lastre, todo depende del comportamiento del menor. «Cualquier incidencia es comunicada al juzgado, pero los resultados se ven en la calle: la verdera prueba de fuego es cuando vuelven a ser libres».
«Me quedan cuatro semanas para salir», dice casi a gritos un menor cuando el director, Jesús Teruel, entra en la clase de Geografía. Jesús sonríe y contesta: «Eso se pasa volando». Ambos se abrazan. El ambiente en el aula es distendido, cercano: todos participan entre risas y buen rollo mientras el educador Rubén Delgado, pizarra eléctrica en mano, enseña las comunidades autónomas a los chavales: al tocar con un cable sobre la lista y situar el otro extremo del filamento sobre el lugar correcto del mapa de España, una luz se enciende. «¡He acertado! Ya me las sé casi todas», celebra un joven.
«Nuestro objetivo primordial es que los chicos se integren en la sociedad», dice Jesús; el resto de educadores asiente. Trabajan con menores procedentes de familias desestructuradas, con problemas económicos -«no todas», matiza uno de los instructores- y con graves carencias afectivas. La disciplina, algo de lo que la mayoría de internos carece, es lo primero que deben aprender si pretenden que su estancia en Las Moreras sea tranquila y fructífera.
Los menores participan en talleres de jardinería, vídeo, albañilería o mecánica, y cumplen un estricto horario, de 8.15 a 22.00 horas, con todo el tiempo ocupado de una u otra manera. Nada se deja al azar. «Se puede decir que el centro es como un campamento de verano, pero con una estructura más férrea que les ayuda a marcarse unos objetivos, tanto a nivel social como educativo; se trata de ganar o perder, y ellos son los que deben aprender a distinguir estos dos conceptos. ¿Cómo se gana?, haciendo las cosas bien y trabajando en los talleres: es importante que conozcan la responsabilidad que implica trabajar», afirma Jesús. «Les enseñamos a vivir porque no saben nada de la vida», comenta un profesor.
Son jóvenes que han crecido rodeados de droga, de agresividad, en pandillas. Todo el día en la calle: vidas vacías y sin objetivos, carne de cañón. Al tratarse de menores, siempre se realiza un informe psicosocial y educativo que el juez tiene muy presente. «Antes de la crisis les ponía trabajos comunitarios; ahora, como no hay trabajo, les mando a cursos. Todo va en función de lo que sepan hacer y del delito que hayan cometido. Los cursos son para ellos una tabla de salvación. El 80% se reintegra en la sociedad», afirma el magistrado Rafael Romero.
Quince de cada cien menores llegados a Las Moreras en los últimos dos años han sido condenados por agredir a sus padres, hermanos, abuelos o pareja. Según Romero, «la violencia doméstica ha ido en aumento en los últimos dos años y, en menor medida, la de género».
Integración. Ésta es la palabra mágica que los educadores y el director subrayan sin cesar; es casi una obsesión, su meta para con los chavales que luchan por tener un futuro con posiblidades de hacerse un hueco en la sociedad. «El 20% de los que pasan por aquí reincide, y estamos empeñados en que el porcentaje descienda a medio plazo», comenta Jesús. Cuando un menor llega a Las Moreras es sometido a una etapa de observación por parte de la plantilla del centro, que evalúa la situación personal del joven y, con los datos en la mano, trata de encauzar el problema. También intentan establecer una vía de comunicación con la familia del chaval y trabajan con ellos para que las directrices que previamente ha dictado el juez se cumplan al pie de la letra.
El centro educativo cuenta con un programa genérico para todos los jóvenes, que incluye una hora obligatoria de deporte -fútbol, baloncesto o gimnasio- al día; a partir de aquí, cada caso es un mundo y los instructores planfican la estancia del joven de manera personalizada y enfocan sus tareas con la meta de que su integración social sea un éxito. «He tenido procesos con menores analfabetos: en estos casos ordeno que la tarea asignada vaya enfocada a que aprendan a leer y escribir. Ahora que hay tantos casos por conducir sin licencia, intento que los menores infractores acudan a cursos de seguridad vial», cuenta el juez Romero.
El comportamiento de cada uno de los muchachos es seguido muy de cerca por el juez, que, al fin y al cabo, tiene la última palabra a la hora de conceder beneficios. El magistrado aprieta el nudo o suelta lastre, todo depende del comportamiento del menor. «Cualquier incidencia es comunicada al juzgado, pero los resultados se ven en la calle: la verdera prueba de fuego es cuando vuelven a ser libres».