Detienen a un empresario por tener trabajando con identidad falsa a un hombre al que se dio por muerto en una explosión en Santa Bárbara en 2006
18.07.11 - 00:40 - Una vez más, como tantas otras en la historia de la crónica negra, el muerto estaba de parranda, o doblando el lomo en un bancal, o quién sabe si disfrutando en su Ecuador natal de una nueva y bien ganada existencia. Pero desde luego sus restos no eran los que estaban ocupando a desgana uno de los estrechos nichos del cementerio municipal de Quito. Que es donde, para las autoridades españolas, deberían haber estado desde hace cinco años.
Pedro Alejandro falleció, al menos oficialmente, el 18 de septiembre de 2006. No fue una muerte envidiable. Este ecuatoriano, o quien parecía ser él, se encontraba trabajando en la limpieza de una balsa de residuos de explosivos en la fábrica de Santa Bárbara de Javalí Viejo (Murcia) cuando, de manera fortuita, al parecer a consecuencia de una chispa, se produjo una tremenda explosión que segó su vida y la de otros dos compañeros suyos: un ciudadano pakistaní y otro polaco. Solo se salvó, aunque con graves lesiones, un trabajador ucraniano, quien igualmente se encontraba contratado por una empresa externa a Santa Bárbara para realizar determinadas labores de limpieza de las instalaciones.
El hecho de que la muerte de Pedro Alejandro se produjera ya en el hospital Virgen de la Arrixaca, donde había sido trasladado en estado crítico, en vez de en el propio lugar del suceso, acabó teniendo gran trascendencia en el devenir de los acontecimientos, pues eso impidió que los agentes de la Policía Judicial realizaran una identificación a fondo del cadáver, incluso con su correspondiente reseña dactilar, con la toma de muestras de ADN, con fotografías de la dentadura o mediante cualquier otro método que sirviera para reconocer al finado sin género alguno de dudas.
La cosa es que el obrero murió en un hospital, se le practicó la autopsia, se pusieron sus restos en manos de una funeraria y, de tal manera, el cadáver de Pedro Alejandro, o de quien parecía ser tal, completó su triste retorno a Ecuador en el mismo ataúd sellado en el que hasta ahora se le suponía descansando para siempre en el camposanto de Quito.
Saltaron las alarmas
Que el asunto tenía su intríngulis empezó a quedar de manifiesto, sin embargo, el día de hace dos años en que unos funcionarios requirieron a la familia de Pedro Alejandro por algún trámite burocrático, relacionado con la indemnización por su fallecimiento o algo similar, y fue el supuesto muerto quien se encargó de hacerles saber que no solo no estaba criando malvas a consecuencia de una explosión, sino que no tenía la menor previsión de hacerlo en breve plazo. Es más, confirmó que había estado en España desempeñando algunas labores en Santa Bárbara, como contratado de una empresa murciana llamada Thousthone, pero que ni siquiera se encontraba ya en la nómina de esa compañía en la fecha en que se produjo el terrible accidente.
Cuando los funcionarios de la Unidad de Policía Judicial de la Jefatura Superior de Policia de Murcia conocieron el incidente, se interrogaron por lo mismo que habría hecho cualquiera: «Entonces, ¿quién leches era el muerto?». Porque muerto, de eso no había la menor duda, había uno, además de los ya reseñados del pakistaní y del polaco. Y se pusieron manos a la obra para resolver el entuerto.
Las gestiones fueron arduas. Sobre todo porque los agentes chilenos con los que contactaron no parecían entusiasmados con la manida historia de un muerto que no lo estaba, y los policías españoles tuvieron que acabar solicitando y revisando, uno por uno, los nombres de todos los enterrados en Quito por aquellas fechas de 2006, en busca de alguna pista sobre la verdadera identidad del muerto.
Mientras tanto, lo cual no fue menos trabajoso, localizaron al único superviviente de la explosión, y le enseñaron la fotografía del tal Pedro Alejandro para que les dijera si se trataba del ecuatoriano con el que estaba trabajando aquel desgraciado día. «No se le parece ni en el blanco de los ojos», respondió el ucraniano, más o menos, confirmando de esa forma que Pedro Alejandro tenía sobradas razones para no tenerse por muerto.
Tras dos años de gestiones, y merced al cruce de datos obtenidos entre el listado de enterrados en Quito y las bases policiales en España, los agentes murcianos han acabado resolviendo el misterio. El ecuatoriano que en realidad se dejó la vida en la explosión en Santa Bárbara tenía entonces 54 años y respondía al nombre de César Alfonso, que era como le habían bautizado sus padres, aunque por aquello de que no tenía la documentación en regla en España un empresario había decidido supuestamente 'rebautizarlo' como Pedro Alejandro. Un recurso sencillo para aprovechar los papeles de un antiguo empleado suyo, pero a la vez una aparente forma de burlar la ley que, por trágicas e imprevistas circunstancias, acabó dando lugar a un gran embrollo.
Una vez contratado con nombre falso y para evitar que nadie pudiera descubrir que el empleado no era quien figuraba en los papeles, fue presentado al resto de los trabajadores como Pedro, que era por el que respondía. Y con ese nombre prestado acabó marchándose al otro barrio el día en que una balsa repleta de restos de nitrocelulosa y otros residuos se convirtió en un infierno.
Presuntamente, el empresario que lo había contratado se limitó en esos duros momentos a confirmar la falsa identidad del fallecido, e incluso se encargó de la repatriación del cadáver con nombre supuesto. Eso sí, los familiares del auténtico fallecido fueron advertidos de que el cuerpo llegaría a Ecuador con un nombre distinto, lo que al parecer adujo a un error burocrático. Eso permitió que en el momento de ser inhumado en la capital ecuatoriana, lo fuera ya con su nombre real de César Alfonso.
El desenlace de la historia es previsible. El empresario sospechoso de estar detrás de esta historia ha sido detenido. Se trata de José Manuel C.P., de 47 años, propietario de la firma Thousthone, a quien se le imputan un delito delito contra los trabajadores, otro contra las personas por riesgo grave en el cumplimiento de la normativa laboral y otro de falsedad documental. Al cabo de cinco años de ocurrido el suceso, lo que menos sospechaba sin duda era que el asunto iba a acabar siendo desenterrado. Nunca mejor dicho.